Cine argentino 2010-2019: 10 apuntes, 20 películas
(Publicado originalmente en Míralos morir)
A la memoria de Fabio Manes y Rodrigo Sabio.
Edición: Eugenia Saúl.
10 apuntes
1. Este balance lleva casi dos años desde su concepción, pero pasó gran parte de ese tiempo como una mera intención de ver las cosas en retrospectiva, si fuera posible hacerlo con suficiente claridad desde 2020. Había una sola idea consolidada, y era que en este tiempo el cine argentino se agrandó y se atomizó tanto que terminó derribando las ideas generales con las cuales la crítica podía manipularlo en épocas anteriores. Y que esa atomización parece haberlo llevado en esencia hacia sus orígenes, hace ya más de un siglo.
2. Por supuesto que todo se fue al demonio hace un par de meses, y desde el principio parece algo absurdo que nos pongamos a discutir sobre estos temas mientras atravesamos todo el delirio de arriesgar el pescuezo por hacer aquello que hasta marzo constituía nuestras rutinas.
3. Hemos progresado lo suficiente como para que muchas cosas sigan funcionando ante semejante circunstancia, pero en el caso de nuestra industria cinematográfica la debacle parecía un destino inevitable. Así que en el momento en que los trabajadores audiovisuales se volcaban a oficios alternativos que les permitieran sobrevivir a la peor crisis económica de la historia, reclamando por un apoyo que llegó demorado y de manera insuficiente, una denuncia −de trasfondo bastante analizable− contra la gestión actual del INCAA dejó freezado cualquier movimiento para todas las películas administrativamente activas, de 4x4 a Niña mamá. La industria está como Zama parado en la orilla mientras hablamos. Tal vez venía así de antes y en este contexto sea más notorio.
4. Dos plumas muy importantes me preceden en este propósito. Una de ellas es la de Lautaro García Candela, que el año pasado en La Vida Útil dedicó un extenso artículo a los doce últimos años del cine argentino. Tratándose de un texto de García Candela, la prosa es elegante y sus ejes guían prolijamente la lectura sobre grandes asuntos, con directores y películas clave para cada uno. Pero en esas elecciones radican algunas de las diferencias de base que de manera cordial pero enérgica mantenemos desde hace tiempo, y que lo llevan a algunas boutades no forzadas. Cuando analiza distintos registros de la violencia (uno de los ejes de su nota), Lautaro le adosa un carácter pretencioso y declamatorio al cine de Benjamín Naishtat −la “tradición de espantar al burgués”− para ensalzar inmediatamente la obra de José Celestino Campusano, el cual por una extraña acrobacia discursiva “desautomatiza” al público de los festivales de cine (en ese punto estaríamos viendo cosas muy distintas). Analiza el kirchnerismo y el macrismo únicamente desde la óptica de sus espectáculos para los respectivos bicentenarios, esquivando cómo la grieta determinó las políticas cinematográficas del segundo lustro. Critica la “responsabilidad” que asumieron los directores de retratar a la sociedad como una probable “cuestión de culpa de clase o de supervivencia económica”, poco después de elogiar las miradas de Campusano y César González sobre las problemáticas que narran. “¿Cómo podemos estar seguros de que conocemos todo?”, se pregunta hacia el final de uno de sus ejes, tal vez dejando constancia de una cartografía que admite mayores precisiones.
La otra es la de Mariano Llinás, que lleva escritos dos artículos para la revista Crisis desde que la pandemia noqueó las estructuras del cine nacional. El primero de ellos es especialmente curioso, teniendo en cuenta que parece (y a la vez no) un texto de Llinás. Los recursos literarios y retóricos son inconfundibles, y uno podría divertirse leyéndolos con su célebre voz. Pero algunos pasajes se resienten, porque el autor pretende sentenciar el funcionamiento de ciertas políticas culturales con one-liners un poco cancheros, y especialmente porque describe escenarios en los que no está del todo explicitado o asumido que él mismo es parte de la cuestión. Cuando habla de la burocracia que imponen los fondos de fomento no se entiende si él pone los logos de Hubert Bals y Mecenazgo Cultural en los créditos de La flor de una manera más “independiente” o “auténtica” que sus pares, o si su flexing en la photo call de Rotterdam tendrá el empoderamiento que le falta al director de paja que imagina haciendo compras en H&M, o si el desfile ridículo de Darín por un mall justo no se produjo en la premiere de La cordillera. Hay realmente mucho para decir sobre los puntos que plantea, como el efecto que los festivales han producido sobre la circulación del cine por las ciudades −e incluso en su misma producción−, o acerca de la comunidad cinematográfica y su empuje (o falta de) a la hora de luchar por esquemas que no los dejaran desnudos con esta situación. Pero las figuras presentes en la nota −el festiplanero y el actor que agarra películas malas con la seguridad de que el dinero que cobre pesará más que la repercusión negativa− no van a quedar entre mis personajes favoritos de su creación, o al menos no pueden ser la respuesta tan sencilla de por qué pasó todo lo que pasó. Son casi personajes de un informe de Feinmann, a los que Llinás llega por caminos más originales.
5. Desde ya, criticar esas formas no nos puede alejar de los problemas de fondo que señala Llinás. Hay uno visible en ciertos datos fáciles de encontrar y difíciles de digerir: aproximadamente el 37 % de los estrenos argentinos entre 2010 y 2019 (inclusive) no superaron los 1000 espectadores en salas, de acuerdo a la Subgerencia de Fiscalización del INCAA. Sería también el 75 % para referirse a los que no pasaron los 5000 espectadores, y el 89 % para agrupar a los que no rompieron la barrera de los 20.000. La producción de cine creció al punto de que toda la década del 80 combinada tuvo apenas 41 estrenos nacionales más que el año 2019, pero la distribución hizo agua en varios aspectos. Los Espacios INCAA, los festivales y los tibios intentos de aplicar y monitorear las cuotas de pantalla en las grandes cadenas de exhibición no surtieron grandes efectos para lidiar con las semanas de siete, ocho o más estrenos, y la pandemia los desplazó a INCAA TV y Cine.Ar Play, apurando una alternativa que, como viene la mano sanitariamente, tendrá mucho tiempo para mejorarse antes de la tan ansiada normalidad.
6. La mención a Feinmann en el ítem 4 no es gratuita, porque aquellos informes en 2017 y sus bloopers absurdos parecen haber marcado un precedente peligroso: las denuncias alrededor del accionar en el Instituto se apilan, rara vez llegan a una resolución concreta en lo judicial (claro que deberían) y los supuestos conflictos de intereses que derivan en desplazamientos nunca incluyen las acciones transparentes para suplantar esas gestiones denunciadas. Así fue que en esa ocasión el Espacio INCAA de Constitución no dio lugar a otra sala correctamente administrada y que el predio de Cinecolor −que pudo haber sido perfectamente la sede de la Cinemateca− nunca estuvo en tratativas para un alquiler o compra en el marco legal adecuado. Esa asignatura pendiente de regularizar el Instituto va a seguir quedando en un limbo mientras las denuncias sean solamente el instrumento para voltear figuras.
7. Dos cajas de resonancia de estas controversias fueron el Festival de Mar del Plata y el BAFICI, que además se convirtieron en escenarios en los que las gestiones de los dos grandes partidos políticos hicieron una presencia significativa, tanto para extender políticas culturales como para acompañar desde la butaca. Se discutieron elecciones y exclusiones, ministros, directores artísticos, presupuestos, perfiles de programación, reglamentos, eventos especiales, funciones de apertura y clausura, actos de censura, mudanzas de sede y hasta la parafernalia promocional de ambos: el lobo marino con salvavidas se enfrentó al hombre-búho en la gran final por la antipatía general. Algunos hechos serán revisitados en la lista después de estos apuntes, en la que el BAFICI le ganó a Mar del Plata por once películas incluídas contra una.
8. Paula Félix-Didier (que dirige el Museo del Cine de Buenos Aires) y Fernando Martín Peña (que dirigió Mar del Plata y sigue al frente de Malba Cine y las distintas versiones de Filmoteca) llevaron a una nueva generación de espectadores por los anegados caminos del patrimonio audiovisual argentino. Algunos eventos surgidos de sus gestiones se acercaron bastante a ser la edad dorada de nuestras crianzas cinéfilas, como las restauraciones de cine argentino y la función de The Iron Horse (1924) de John Ford en Mar del Plata, o la función de Muñequitas Porteñas (1931) que el Museo del Cine presentó en el BAFICI. Pero la Cinemateca Nacional sigue pendiente, diez años después de que Cristina y Campanella se sentaran a la misma mesa cuando se firmó el decreto de reglamentación y tras una serie de nombramientos y avances aparentes que terminaron en el mismo punto muerto.
9. La lista intenta representar la mayor variedad de estilos, temáticas y orígenes entre los mejores estrenos de la década, e incluye menciones a películas adyacentes que merecen el mismo recuerdo positivo. Algunas otras quedaron afuera de esas consideraciones, pero pueden ser mencionadas aparte: Hoy partido a las tres (Clarisa Navas, 2017); Cuerpo de letra (Julián D’Angiolillo, 2015); La película infinita (Leandro Listorti, 2018); Alanis (Anahí Berneri, 2017); Implantación (Lucía Salas, Sol Bolloqui y Fermín Eloy Acosta, 2016); Hermia & Helena (Matías Piñeiro, 2016); La luz incidente (Ariel Rotter, 2015); Su realidad (Mariano Galperín, 2014); Te quiero tanto que no sé (Lautaro García Candela, 2018); El cuidado de los otros (Mariano González, 2019), Fase 7 (Nicolás Goldbart, 2011) y Julia y el zorro (Inés María Barrionuevo, 2018).
10. Brindo junto a ustedes por una década con un cine argentino consolidado, con lugar para la diversidad de estilos, métodos de producción y posturas, con paridad de género, con más y mejor presencia en las distintas pantallas, con respeto por (y difusión de) su patrimonio, con festivales vibrantes y con registros frontales de su contexto. Para que todo esto suceda el primer paso es seguir viviendo, así que cuídense mucho.
20 películas
20. La araña vampiro (Gabriel Medina, 2012)
Los acercamientos del cine argentino alternativo al “género” (como se llamó en estos años a los elementos del thriller, el policial, la ciencia ficción y mayormente el terror) estuvieron marcados por el desafío de superar una especie de grieta entre estilos cinematográficos y nichos de público, como si el viejo mote del “cine arte” no pudiera integrarse en los códigos propios de esos géneros. Esto derivó en películas ante las cuales la crítica pretendió marcar ciertos puntos de quiebre, como si algunos estrenos hubieran encontrado una fórmula perseguida por décadas, y que terminaron evidenciando la complejidad de la cuestión. Santiago Palavecino (que llegó con Algunas chicas (2013) a Venecia) y Alejandro Fadel (que compitió con Muere, monstruo, muere (2018) en Cannes) vieron de primera mano que algo quedó trastocado en la ecuación de una buena película con laureles de jerarquía, algo bien notado por Mariano Llinás en el artículo que mencionábamos.
Si vale llevar esto al caso de La araña vampiro es porque siendo bastante superior a Los paranoicos (2008) terminó siendo menos recordada, lo cual deja cierto sabor amargo al compararlas: es otra crisis de los 30 que le ganó a una apuesta mucho más arriesgada, con dos actores principales en nuevos terrenos y una trama muy bien sostenida para los pocos recursos que maneja. Tuvo grandes trabajos en los rubros técnicos gracias a ciertos apellidos (Perillo, Bonelli, Goldbart, Efron) que siguieron apostando a los géneros en todos estos años, y vuelta a ver en estos días es un recorrido inquietante por una región que está siendo castigada por los incendios, la negligencia y los negociados.
19. De caravana (Rosendo Ruiz, 2010)
Durante su presentación en el Festival de Mar del Plata se sentía que el nudo romántico central no era el plato fuerte, o quizá a ese nivel se robaban la película las actuaciones de Rodrigo Savina y Martín Rena, los dos comic reliefs de la trama. Hoy lo formalmente positivo en De caravana se mantiene intacto, pero todo aquello que el amor (sobre toda diferencia social) alumbraba en el resto de la película terminó atravesado por una clarividencia inquietante, tres años antes de la crisis social que los saqueos de 2013 destaparon en Córdoba.
De caravana llevó más de 40.000 personas al cine y fue el primer cimbronazo de la camada de realizadores cordobeses que llegaron en los años posteriores al estreno de la película. A la luz de lo que la comedia argentina dio mayormente durante el resto de la década (una vuelta devaluada a la época de los teléfonos blancos, con figuras repetidas, guiones en un imaginario porteño de corte publicitario y ninguna audacia), se convirtió en un alegato importante a favor de fomentar las producciones en el interior del país, o al menos de renovar las caras: no por nada otro gran pico cómico de la década se dio con Badur Hogar (2019), una película salteña.
18. Teatro de guerra (Lola Arias, 2018)
Los intentos de renovar los abordajes formales sobre Malvinas son tan viejos que uno de los más horrendos −Fuckland (2000)− cumplirá veinte años de su estreno dentro de unos días. Y mientras la industria siguió calcando ideas desde la ficción, en 2012 la investigadora Julieta Vitullo logró barajar y dar de nuevo partiendo de su libro Islas imaginadas: la guerra de Malvinas en la literatura y el cine argentinos y protagonizando La forma exacta de las islas (2012), el documental de Daniel Casabé y Edgardo Dieleke.
Si Vitullo planteaba pausas en el documental para hacerse preguntas sobre su rumbo, seis años después Lola Arias disolvió el registro y la representación para dejar todos los interrogantes en el público. Cuando Teatro de guerra se presentó en el BAFICI 2018, Arias no había estrenado en Buenos Aires Campo minado, la obra de teatro que protagonizan los mismos veteranos de Malvinas −tres argentinos, tres ingleses− y que fue un éxito rotundo. La descripción de esas producciones en los créditos despejaban cualquier duda sobre qué era ficción (todo, si en definitiva hay una puesta en escena) y qué era documental (todo, si en definitiva vemos cómo esa puesta en escena se va haciendo más robusta para ser llevada al teatro). Esa dualidad es la espiral vertiginosa que se abría a la hora de concebir cómo se puede representar, recrear y repetir lo que registran las cámaras, cuando se trata de hombres reviviendo traumas junto a los veteranos del bando contrario. Es decir, la disolución de realidad y ficción ya era un recurso muy gastado por el cine argentino a esa altura, y Arias lo aplicaba a una cuestión para nada ligera.
La incomodidad persiste al volver a la película, porque en unas pocas escenas la audacia de los métodos de Arias le puede jugar una mala pasada (la escena en la que uno de los veteranos narra en primera persona el hundimiento del Belgrano para que un actor millennial a su lado le responda cantando Riptide de Vance Joy se anticipó al meme de los dos perros). Pero especialmente persiste porque ningún dispositivo le quita una pizca de crudeza a los testimonios de los veteranos, que como actores alcanzaron un distanciamiento para poder repetir sus historias, pero a la vez transmiten perfectamente todo aquello que no podemos acercarnos a imaginar sin haber atravesado sus experiencias.
17. Victoria (Juan Villegas, 2015)
Villegas puso la lupa sobre uno de sus berretines (el tango) a través de una exponente contemporánea (Victoria Morán) que volvía a editar un disco después de quince años, pintando en el camino una imagen muy completa y empática sobre lo que significa intentar subsistir en el oficio artístico. El montaje de Manuel Ferrari −o quizá simplemente la agenda de rodaje− hace que el método observacional comience por retratar el esfuerzo cotidiano de Morán en todas las facetas de su trabajo, de gestionar fechas para recitales a brindar su voz para entretener a los pacientes de un geriátrico, o de las clases particulares de canto al tramiterío requerido para registrar sus nuevas canciones. La maternidad, las tareas domésticas y los encuentros con familiares y amigos completan la idea de una elección auténtica pero complicada de sostener, más cercana al sueño de fundar una tanguería en Berazategui que al ancla fácil de cantar en shows de Puerto Madero.
Las últimas escenas dan un vuelco a sus inicios, para que Morán recuerde junto a su padre las primeras canciones que cantaban en conjunto y rememore en una entrevista la lucha contra una malformación congénita (nada menos que en la mandíbula) y a la persona fundamental con la que contó para superar esas limitaciones, nada menos que la cantante Nelly Omar. Las interpretaciones de Morán son excelentes a lo largo del documental, pero cuando canta Adiós felicidad después de esas revelaciones finales, la letra contrasta completamente con la sensación que provoca escucharla después de todos los escollos que superó.
16. Damiana Kryygi (Alejandro Fernández Mouján, 2015)
En una década en la que el documental partió en mil direcciones distintas, Fernández Mouján no reinventó las formas que desarrolló bajo el ala de Marcelo Céspedes, pero se movió hacia una película mucho más prolija en puesta en escena y fotografía, lo que tal vez en unos años sea distinguible como marca de estilo en producciones de Gema Juárez Allen. La terrible historia de la niña Aché del título, secuestrada en 1896 cuando su comunidad fue atacada en la selva paraguaya, alumbra dos cuestiones que con el tiempo cobraron un lugar más relevante en la historiografía: los antropólogos europeos que trataron de animales exóticos a los pueblos originarios, formando una mirada que perdura, y las gestiones que las comunidades realizan para que los restos de sus miembros dejen de constituir el patrimonio de museos y archivos por todo el mundo, y sean finalmente restituidos.
La investigación conduce a la película por tres países distintos, revelando las atrocidades que dejaron a su paso ciencia y religión y el maltrato sostenido hacia los Aché desde el Gobierno, y resaltando el trabajo de los historiadores y archivistas que ayudan a reconstruir los hechos. Ese recorrido es francamente fascinante, porque trasciende la mera recapitulación del horror para devolverles entidad y dignidad a esa adolescente que había quedado en la historia como un mero objeto de estudio.
15. Mi amiga del parque (Ana Katz, 2015)
Es tan buena Katz a la hora de plantar la incomodidad en sus historias y personajes que a veces su habilidad la traiciona, y en sus películas las premisas se ponen en marcha acumulando compulsivamente viñetas chistosas sobre lo extraño y lo ridículo en el imaginario de la clase media. Pero en Mi amiga del parque las risas aparecen casi como un favor, para que el espectador suelte un poco la tensión continua de presenciar el descenso del personaje de Julieta Zylberberg (Liz) por un tobogán de angustia y soledad frente al cuidado de su bebé. La gente la aborda con demasiada confianza o una frialdad cortante, hace frío todo el tiempo y las hamacas de la plaza no dejan de chirriar.
La aparición de las hermanas R −un cóctel de excentricidad, mitomanía y descortesía flagrante− dispara el misterio que la película nunca intenta resolver del todo: delante de cámara, Katz despliega una actuación magistral junto a su socia dramática y, por detrás, comprime el montaje y los climas para llenar de peligro el camino que atrae a Liz, sin necesidad de golpes de efecto o volantazos. Es una muy buena historia sobre aquello que la maternidad crea, arrasa o reconfigura, pero más que nada es un ejercicio increíble de suspenso psicológico.
14. La reina del miedo (Valeria Bertuccelli y Fabiana Tiscornia, 2018)
Bertuccelli tenía mucho que perder con su debut en la codirección, teniendo en cuenta que la película venía producida ejecutivamente por Marcelo Tinelli, estampada con una publicidad grosera de Prosegur e iba a ser estrenada después de una de sus incursiones más flojas en el lado oscuro de la industria. Hay una explicación sobrenatural y sencilla de por qué terminó haciendo una película maravillosa (fue poseída por el espíritu de Paulina Singerman), pero la verdadera respuesta está en una serie de méritos concretos y de larga construcción, que plantean la pregunta de por qué ella y Tiscornia no pasaron a la dirección mucho antes.
Quizá las alternancias en la carrera actoral de Bertuccelli le hayan dado esa visión tan exteriorizada del estrellato y los vaivenes del ego que pudo plasmar en Robertina, la estrella teatral en crisis que encuentra el único camino a seguir en la idea eventual de dar a luz a la reencarnación de un amigo que está a punto de perder contra el cáncer. Las presiones en aumento, el pánico constante en una casa enorme y la idea de la muerte abriéndose paso todo el tiempo hacen que en los distintos andariveles de la película haya una fuerza contenida que la protagonista va soltando magistralmente, y que la codirección maneja con mucha confianza desde los movimientos de cámara y la puesta en escena. En la increíble escena del llamado telefónico en el camarín es posible sentir cómo las angustias contenidas se agolpan en las glándulas lacrimales.
13. Bronces en Isla Verde (Adriana Yurcovich, 2014)
Alguien más interiorizado podría contradecirme, pero algo parece funcionar bastante bien en la curaduría y la producción anual del festival/seminario Isla Verde Bronces. Hay variedad y jerarquía entre los invitados, los espectáculos diarios abarcan todos los usos posibles de una tuba o un trombón, los cursos cubren un rango amplio de necesidades educativas y todo el evento trasciende el peso específico de su condición irresistible: se lleva a cabo en el pequeño pueblo del título, cuyos vecinos se encargan del alojamiento de estudiantes y figuras, cubren los traslados y fletes o aportan cuatro lechones, varios maples de huevos, la preparación de las comidas en ollas enormes. El padre del director del festival comanda la logística desde su peluquería, un teléfono en cada mano mientras un cliente espera sentado.
Si el festival no parece hacer la plancha en su calidez, este documental sigue el mismo camino, sin edulcorar los sacrificios o situaciones que imponen este tipo de patriadas: un llamado desde la peluquería para pedir un favor es coacheado para que incluya un par de comentarios empáticos sobre la salud del consultado; una charla casual en la mesa de inscripciones se corta de manera seca anunciando un monto a pagar, y las correcciones en un ensayo se van tornando más enérgicas cuando no se consigue el resultado deseado. No son momentos conflictivos ni apologías vacías, sino más bien el retrato puro del trabajo cultural en Argentina. Aún más importantes son los momentos en los que se cuela la vida normal del pueblo, a través de prolijos montajes de las actividades en sus alrededores, en la intrusión de tres nenes en patas durante un concierto sacro o el cameo de un perro en plena ceremonia de clausura.
12. AB (Iván Fund y Andreas Koefoed, 2013)
Una ciudad de 20.000 habitantes llegó a aportar una camada distinguida de cineastas durante la década pasada. Los tres de mayor proyección (Iván Fund, Eduardo Crespo, Maximiliano Schonfeld) dirigieron historias locales desde ángulos propios, huyendo de cualquier homogeneización sencilla. Pero con Fund y Crespo se puede barajar de nuevo, y sumando desde afuera a Santiago Loza y Lorena Moriconi se forma un universo aparte de conexiones mutuas en diversos roles, trayectorias con parábolas similares y una sensibilidad común a todos los proyectos.
Loza y Fund terminaron la década con dos road movies metidas con desparpajo entre las tradiciones de la ciencia ficción, pero AB demostraba en 2013 que las inquietudes, los escenarios y hasta los dispositivos que manejaban podían alejarse rápidamente de lo terrenal. La película está codirigida por Fund y el danés Koefoed, partiendo de una iniciativa de coproducción del festival CPH:DOX, y en poco más de una hora se divide en los dos lados del título. En el primero, dos amigas de toda la vida salen a ofrecer cachorros en adopción por las calles de Crespo y escuchan las historias de sus vecinos, repasan sus vivencias y palpitan la dilatada pero inminente separación: una se mudará a Buenos Aires con su novio y la otra ingresará a un convento de monjas. La segunda, filmada en 3D, es una sucesión de sus momentos juntas y por separado, atravesadas por una voz en off que relata un enorme texto de Loza, una posible carta en la que el amor, el ser, el cuerpo y la religión rinden homenaje a esa relación que va a cambiar para siempre. Cuando se estrenó en el BAFICI, esos quince minutos en 3D parecían un capricho simpático, pero se convirtieron en el instante glorioso en el que los ojos pudieron palpar el abrazo de las amigas, la maestría de Fund y Loza y una calle de tierra en Crespo.
11. El ángel (Luis Ortega, 2018)
Los Puccio recibieron mayor atención de la industria esta década, pero Robledo Puch tenía todo lo necesario para subirse al arquetipo de villano cinematográfico con cualidades para papel principal. Tantos matices podían resultar demasiado, teniendo en cuenta que la película eligió omitir sus femicidios, lo cual levantó críticas por la tamización necesaria para que el asesino serial pudiera ser 49 % Guasón, 49 % el visitante de Teorema y 2 % Toscanito (puede contener trazas de Nicolás Frei en ¿Somos? (1982), de Carlos Hugo Christensen).
Lorenzo Ferro se metió en la seducción, la psicopatía, el desparpajo, la trompita y la inocencia proyectada del personaje de una manera conmocionante, contagiando inspiración a un elenco que íntegramente embocó un punto muy alto en sus respectivas carreras (los casos del Chino Darín y Lanzani fueron para frotarse los ojos y convencerse de creerlo). Fue la mayor herejía que se permitió el mainstream nacional durante estos años, una catarata excesiva de tarantineadas efectivas, homoerotismo, interesantes referencias al árbol genealógico del director y centros continuos a las muecas y líneas del Adonis entusiasta de las milanesas.
10. El futuro que viene (Constanza Novick, 2017)
Por encima de los años, los conflictos y las personalidades cada vez más disímiles, las dos amigas de esta historia se ven sujetas a remixar una y otra vez aquel conflicto de la biopic de Comăneci que saben repetir de memoria, porque hay amistades que sencillamente están condenadas a durar por siempre. Gamboa, Bigliardi y León están en los papeles indicados, y las actrices en los roles infantiles y adolescentes integran las piezas cronológicas de una manera perfecta, pero Dolores Fonzi abrió una nueva faceta como madre separada y empleada estatal crónica, personaje que no le quitó una pizca de magnetismo.
La cohorte de la zona norte porteña que pisa la línea entre la Generación X y los millennials está retratada con una precisión que asusta, pero Novick también se adentró exitosamente en el choque entre la clase media (dominada por las neurosis y frustraciones de las luchas diarias) y la Gente del Arte en la clase alta (vomitando sus problemas a los gritos e interpretando esas luchas diarias ajenas como un fetiche adorable). Es una situación harto conocida para los que crecimos entre los vaivenes socioeconómicos que conocemos, pero que las comedias nacionales del mainstream ubicaron siempre entre caricaturas mucho más haraganas.
9. Tierra de los padres (Nicolás Prividera, 2011)
La película comienza midiéndose ante la vara de Ollas populares (1968), para tomar después una instancia algo Lanzmanniana: dejar que las edificaciones hagan memoria y que los ríos de tinta hablen sobre los ríos de sangre, sin dejar de contar la significancia del río que se sobrevuela al final. En el medio hay mucha gente “del ambiente” (y realmente poca gente “común”) leyendo en voz alta textos históricos en el cementerio de la Recoleta, pero al revisar la película esos parlamentos se sienten como la escena más tensa imaginable, porque en el fondo sabemos que en 2020 seguimos en las mismas disputas.
Prividera seleccionó las discusiones que enarbolan nuestra historia y salió a discutir (en la costumbre más Prividereana) con los críticos de su película. Nadie a lo largo de la década mantuvo tan viva la conversación como él, y sus mayores contiendas abrieron y revolvieron los interrogantes sobre las tradiciones y motivaciones que nos rigen, como directores, críticos o espectadores. En su momento no todos estaban listos, y en un giro insólito Tierra de los padres fue rechazada por los dos festivales más importantes de la Argentina, como queriendo tapar con el dedo la nube a la que la obra apunta explícitamente (y sobre todo privándonos de intercambios en vivo que habrían sido antológicos).
8. Mochila de plomo (Darío Mascambroni, 2018)
Como si fuera una respuesta sombría y cordobesa a Pelota de trapo (1948), en la segunda película de Mascambroni el fútbol no es ningún refugio para evitar pasar el tiempo en asuntos más peligrosos. De hecho, es el escenario de los conflictos inmediatos y más enraizados de Tomás, que a los doce años y con un arma en la mochila se determina a encontrar respuestas sobre el asesinato de su padre, mientras el responsable sale libre del penal y todos los adultos se evaden de distintas maneras frente al chico. En las estructuras metálicas abandonadas en el tiempo, o en la corrupción de un docente de la Técnica en la que Tomás queda libre, la pujanza industrial de la región parece haber dado paso a un contexto en el que nadie se mueve con demasiadas esperanzas.
Entre el drama, algunos pasajes cómicos y el western construido hacia el final no hay un solo momento en el que Mascambroni le pifie al tono. Todo descansa en el trabajo impecable de (y con) los actores infantiles, que manejan cada acción con una naturalidad que el montaje y la música acompañan, para que todo aquello que es propio de la vulnerabilidad y la falta de disciplina no caiga en la abyección. En un breve pero entrañable momento después del clímax, la misma falta de contención adulta que sufren Tomás y su amigo Pichín termina fomentando el respaldo necesario entre ambos. La película quedó también como un lindo recuerdo del Turco Wehbe, que tiene un breve papel.
7. El silencio es un cuerpo que cae (Agustina Comedi, 2017)
La exploración de la historia familiar en primera persona se acercó peligrosamente a convertirse en uno de esos estereotipos con los que reducir despectivamente el cine nacional. Motivos y ejemplos no faltaron, pero este documental y Cuatreros (2017) de Albertina Carri señalaron una salida −nutrida de ideas formales y de emociones− a la trampa del mero ombliguismo.
En este caso la respuesta aparece en la dedicatoria de un libro que Comedi había recibido como un regalo y que le promete un mayor conocimiento sobre lo que sucedía en Córdoba antes de su nacimiento. El documental se termina remontando a los años de la última dictadura, contexto en el que incluso las organizaciones militantes de izquierda rechazaban las disidencias de género y sexualidad de sus integrantes, machacando una noción de clandestinidad para sus vidas afectivas de la que algunas personas no pudieron salir posteriormente. Es una catarsis colectiva en la que se confrontan las luchas, pérdidas y prejuicios de varias generaciones, y que le permite a la directora honrar todas las dimensiones de la vida de su padre, como también las de una comunidad asediada por la tragedia.
6. Una ciudad de provincia (Rodrigo Moreno, 2017)
A tres años de su estreno, sigue maravillando por las curvas que pega antes de meterse en terrenos cinematográficos más conocidos y esperables: si no hubiera nada en este documental que dijera “Colón” no sería imposible aproximarse mentalmente a un lugar donde se reproducen canciones suizas, se vive junto al río, se juega al truco uruguayo y se dice “gurí” a destajo, pero no hay un solo plano o mención de las célebres termas. Se toma muchas pausas como para tratarla de sinfonía de ciudad, pero la música concreta de ladridos, motores y pasos la sostiene en toda su duración, y el montaje toma vuelo cuando los sigue con un ritmo más intenso.
Tampoco hay una mirada subrayada sobre la realidad sociopolítica de aquel entonces y en aquella localidad, pero las historias seleccionadas terminan delineando el lado b que mantiene en movimiento a una ciudad mayormente inclinada al turismo. Si la película se vuelca a alguna definición, es en el trato generoso y respetuoso que brinda a sus personajes, permitiéndoles contar sus historias sin la necesidad de romantizar las circunstancias de una vida en el interior. Como las actualidades y compilaciones sociales del cine mudo argentino, Una ciudad de provincia se vuelve más cautivante mientras van pasando los años, y provoca el deseo de que Moreno viaje cada tanto a filmar cómo siguen las cosas.
5. Las facultades (Eloísa Solaas, 2019)
Tensión tras tensión tras tensión (dentro de otra tensión): tenemos en Buenos Aires este enorme sistema universitario que recibe a todas las personas, pero las instalaciones y salarios son deficientes, los programas académicos están en sepia, algunos alumnos llegan con más ideales que preparación y algunos docentes los arrasan con el napalm del cinismo. Cuando ambas partes se enfrentan cara a cara para un examen final, lo bueno y lo malo sale a la luz y las preguntas de las distintas disciplinas se disparan en todas las direcciones posibles: realismo, lenguaje, cuerpo, Dios, culpables, tempo, giles, semillas, oratoria. Solaas se mete en los claustros y el montaje se hace un ballet con nuestros nervios y recuerdos estudiantiles: el chico que tal vez algún día se juegue nuestra vida en un quirófano responde a cada pregunta en tono de pregunta, los chicos que en el futuro quizá condenen o defiendan nuestras acciones luchan con su timidez en un falso juicio atravesado por juicios en serio.
También un joven recién salido de un penal escucha atentamente la idea de un profesor de la carrera de Sociología en la UNSAM: ¿por qué un ministro de Economía tiene que ser economista? El documental captura a Jonathan desde que repasa y rinde dentro de la cárcel, con el desenvolvimiento del que adolecen las demás personas retratadas, y se desvía apropiadamente para convertirlo en el protagonista, el estandarte de aquello que la universidad debería decirnos al oído (y después permitirnos cumplir): estás para el camino que quieras armarte, no para aquello a lo que tu origen te condiciona. El documental nacional dio grandes miradas sobre la educación en estos años (pienso en Escuela de sordos (2013), Pabellón 4 (2017), Los sentidos (2017), Después de Sarmiento (2014)), pero Solaas logró encapsular muchas problemáticas de una estructura gigante en una pieza sutil y formalmente delicada.
4. Mauro (Hernán Rosselli, 2014)
Rosselli delineó maravillosamente el noir de zona sur, una cruza en espíritu de Mundo grúa (1999) con La parte del león (1978) pero elevado en los hechos por actuaciones orgánicas y cortes quirúrgicos. Para la cuota de traiciones y engaños que la película presenta, es increíble la empatía que generan los personajes.
La referencia al primer Trapero ya era interesante al momento del estreno de Mauro, porque parecía la reacción magra y compacta al Trapero más reciente, maximalista y esclavo del shock, pero la película terminó dialogando involuntariamente con los registros de José Campusano, o de las ficciones televisivas que abordaron la delincuencia organizada del área metropolitana. Rosselli prefirió jugar al Jenga con el realismo, y disolvió la composición de un ensamble de actores teatrales hasta hacerlos parecer no actores, desechó la sordidez, liberó a los delitos de cualquier motivación grandilocuente e inyectó a sus personajes con gustos y mañas particulares. Antes de Mauro era raro concebir una historia de estafadores en el Conurbano con tiempo para pasos de magia, un ping pong de presentación, ritos de congelador para reforzar relaciones, charlas sobre cine, una obra de teatro under y un recital de thrash barrial.
3. La Flor (Mariano Llinás, 2018)
El viaje era un bumper sticker en los créditos de Historias extraordinarias (2008), la obra que El Amante consagró en el BAFICI y que estableció como la respuesta lineal y efectiva contra el cine argentino “anémico”, que se había impuesto según el discurso generalizado. Corte a la década siguiente, en el mismo festival, y el viaje estaba en pantalla como el calvario de una espía, que encuentra al tan ansiado topo solo para escuchar su descargo resignado sobre una utopía sin suscriptores. Llinás admitió en una entrevista la posibilidad de que aquel parlamento en ruso aludiera al cine que defiende (seguramente en términos de producción y contenido), pero está claro que ningún estado de situación le quitó el impulso para rodar por diez años, estrenar por catorce horas y convocar al público por tres jornadas.
Los diez años se cuelan en la nitidez creciente de las imágenes, los embarazos retratados y los jabs explícitos o sugeribles que la película arroja a los objetivos usuales del discurso Llinasista: tal vez la traición que comete La Niña contra la guerrilla que la crió sea un reflejo del hambre revolucionario que pierden paulatinamente los directores argentinos, pero definitivamente hay en el episodio de los árboles parodias de nombres de la industria, con la altura propia de un sketch de Videomatch. Las catorce horas evidencian la variedad inigualable de registros, estilos e influencias que el director es capaz de procesar y adoptar con maestría, y revelan en las dos secuencias de créditos que la ambiciosa estructura de producción llevó a la película a más destinos de los que uno asumiría, que incluyó un laburo fino y dedicado con muchos organismos y empresas del interior del país y que la acción colectiva fue clave en todos los niveles de la realización. Las tres jornadas de proyecciones necesarias para verla fueron el mayor manifiesto, una declaración de principios sobre la necesidad de una experiencia única y sin intermediarios que derivó en situaciones insólitas (como Llinás imposibilitado de darle un link a un festival porque simplemente no existía) y que duró bastante tiempo invicta para los tiempos que corren, hasta que se filtró una versión subtitulada en inglés y varios meses después la pandemia abrió camino a una subida legal.
A La Flor no le importa perder, e ignorar las irregularidades de sus catorce horas como una obviedad no le haría justicia. El desvío al thriller del episodio II es un sabotaje absurdo para una trama que incluye el mejor elemento apócrifo de toda la película, en el Grupo Siempreverde. El episodio III parte de una introducción muy estirada, y cada historia particular expone los recursos más reconocidos de la voz en off de Llinás hasta gastarlos: no es casual que les dedique una buena parte del episodio siguiente (cuando amaga con arrancar una narración en la Canadá montada en Mar del Plata), como si quisiera adelantarse a las objeciones que se le pudieran ocurrir a sus detractores. Los pasos cómicos de la producción-espejo que dominan la primera hora son un intento catastrófico de demostrar un humor autoconsciente, apuntando al tono y el ritmo propios de Alejo Moguillansky y cayendo en un sainete boutique indigestible. El inspector Gatto es la última víctima de esta catarata de guiños, y entre sus diarios desliza un comentario completamente tirado de los pelos sobre el Llinás ficticio y su ánimo por situar historias en lugares remotos. Ese es el Llinás real diciendo: “Ya lo sé, puedo describir los paisajes de Siberia como si fueran el patio de mi casa, pero si pongo a ocho espías armadas en territorio bonaerense en los años 80 debo aislarlas del contexto más obvio”, o algo así.
Todas esas objeciones fueron vertidas en el puesto 3 de una lista porque las virtudes de la película son muchas y son muy significativas, por lo que merecen un reconocimiento similar. El episodio I, criminalmente subestimado desde su primera aparición en 2016, es el que más rabia me despierta al no ser una producción autónoma, por el registro respetuoso que maneja sin perder el humor y por la manera en que las Piel de Lava y sus pares de doblaje se integran perfectamente (un mérito extra por ser la primera prueba de esa dinámica). Pilar Gamboa es una fuerza descomunal en el melodrama del episodio II, el mejor entendimiento que Llinás tuvo con la cultura popular en su filmografía, y una trama que junto a las canciones podría haber tenido pista para un estreno industrial exitoso. El movimiento continuo del episodio III nos deja para siempre a Theresa picada por la mosca, el monólogo de La Niña admitiendo su traición, Dreyfuss mirando las constelaciones, Mack the Knife y todo lo que sucede en el Transiberiano. El IV va encontrando su eje hasta regalar un momento presumiblemente muy personal de Llinás (no es difícil imaginarlo viviendo del intercambio literario en los municipios bonaerenses), la participación de su hermana Verónica y el juego a dos puntas con la historia de Casanova, que incluye mi momento favorito de las protagonistas en la representación de época. Los dos números finales empalidecen frente a los picos anteriores, pero merecen atención propia: el V es un volantazo bienvenido para la carrera de Lamothe, y el VI, un ejercicio literario que merecía más duración y que establece una conversación fascinante entre una cámara estenopeica, el equipo digital que “ripea” su imagen y un estilo que pareciera querer imitar sin mucha precisión el cine primitivo. El conjunto es el testamento de un colectivo de artistas y los caminos que recorrieron durante la década, y que amerita seguir siendo discutido por mucho tiempo.
2. Zama (Lucrecia Martel, 2017)
Una vez más, todo comenzó con las víctimas de la espera: apenas estrenada, y en cuestión de días y oleadas de catarsis virtuales, Zama salió disparada hacia un flipper que la movía de Gran Película Argentina a fiasco producido en piloto automático. Mientras tanto, Martel volvió a la esfera mediática con la presencia y el prestigio que supieron tener Bemberg o Torre Nilsson, y todo antes de que le tocara zanjar cuestiones como “qué hacer” con una película de Polanski, qué efectos provoca la avanzada del streaming o cuál es la naturaleza que subyace en el #QuedateEnCasa. Sabemos que figuras como Llinás y Prividera definen muchas polémicas alrededor de nuestro cine, y que Campanella es un militante activo y masivo en el campo político, pero solo con Martel llegué a ver opiniones siendo festejadas como goles en las redes sociales. Justamente es la relevancia propia de un Marcelo Bielsa, en el sentido de una figura cuyas ideas superan por lejos los límites de su campo de pertenencia, para bien y para mal.
La revisión de Zama, ya despojada de incógnitas y presunciones, revela por encima de todas las virtudes lo mal que se la pasa viéndola: Martel ya había explorado la decadencia de las clases dominantes y la alienación del encierro físico o de una mente conflictuada, pero esto es básicamente ver a un tipo muriéndose de a poco mientras mira a otra gente morirse más rápido, y mientras su entorno lo ve como lo trata (mal). En el tan mentado trabajo de sonido la película terminó de plasmar la confusión, los delirios y el bicherío que aquejan al corregidor en el libro, mientras los dos VP que definen los conflictos reciben una marcada división. Pero en la obra original las humillaciones abrían paso a devaneos neuróticos, mateadas reparadoras y algunas “conquistas” rápidamente subestimadas. En la película las derrotas se acentúan, el sufrimiento se concentra y la espera agobia, un calvario que invita a su víctima a tentar a la desgracia con una misión propia de un Quijote de Antonioni, en ese último acto que es un clásico instantáneo.
¿Qué terminó diciendo la película? ¿Todavía será muy temprano para sentenciarlo? Si Di Benedetto recomendó a Sarquís superar a Herzog con su fallida adaptación, Martel decidió llevar la suya a dialogar con Glauber Rocha, lo cual es mucho más que gritar lanza en mano entre la naturaleza. Es hacer lo que quizá también hizo Di Benedetto con la novela: decirnos que tal vez no estamos actuando como los criollos y nativos que se llevaron puesto a ese orden impuesto. Que seguimos esperando la bendición provista por el mando a distancia, en vez de dejar que hablen nuestras propias armas. Y como ya se ha dicho, hasta la película misma lo aprendió cuando buscó sin éxito su primera vidriera. A veces no sirve esperar esa gran invitación desde Europa.
1. La larga noche de Francisco Sanctis (Andrea Testa y Francisco Márquez, 2016)
Francisco Márquez nació en el año en que se estrenaron Tiempo de revancha y Sucedió en el fantástico Circo Tihany, y Andrea Testa, en el año de Made in Argentina y Juan, como si nada hubiera sucedido. Llegados al año de su primer largometraje de ficción, el mismo en el que se estrenaron Kóblic y La idea de un lago, una nueva generación decidió asumir el desafío de situarse contextualmente en la última dictadura, ignorando una muletilla que sus predecesores habían construido sobre una saturación de la temática.
Las repercusiones fueron gigantescas para cualquier tipo de parámetro y se concentraron en la misma semana en que se presentaba en el BAFICI: ganó la Competencia Internacional, se anunció su participación posterior en Cannes y produjo un episodio bastante menor, pero no menos significativo. Hay que recordar que aquella edición estuvo atravesada por el repudio a los dichos negacionistas de Darío Lopérfido, y cuando los directores de La larga noche lo manifestaron en una de las funciones fueron insultados por Quintín, que procedió a retirarse raudamente de la sala y luego expresaría muy poco entusiasmo por la película. El viejo formador de gustos −que demarcaba la línea entre lo malo y lo nuevo en el cine argentino− abandonaba una función del festival que había dirigido años atrás, en uno de los (tantísimos) gestos reaccionarios que signaron su decadencia. Era una afronta demasiado mayor para el evento de una gestión que celebraba su primera edición desde de la victoria del macrismo a nivel nacional.
Lo más sorprendente, teniendo en cuenta todo aquel rebote, es volver a ver La larga noche y recordar que no tiene absolutamente un gramo de declamación, ni una línea partidaria puesta bajo la nariz del espectador. Es una película magra que se apoya en sus virtudes formales para ir llevando a su protagonista en su pelea interna, y es justamente la distancia temporal desde la que se plantea lo que la hace tan resaltable. La austeridad con la que se dispuso la puesta en escena empujó al frente elementos expresionistas que le calzan perfectamente a la narración, y en los que las sombras, las vistas lejanas y los sonidos construyen una atmósfera totalmente tensa y opresiva. La escena del cine, con el audio de Las turistas quieren guerra (1977) de fondo, es una lección de cómo optimizar los recursos para decir muchas cosas sobre el contexto sociocultural en la dictadura, sin tener que subrayar nada. El viaje en taxi del final (con Yo solo quiero en el BAFICI, con Un beso y una flor en una versión posterior) señala la decisión definitiva de Sanctis, y cierra el círculo sobre aquello que Testa y Benítez también hicieron con la película: ignorar el mandato de no meterse.